La Unión Europea se gasta 1,4 billones de pesetas (8.600 millones de euros) en ayuda al desarrollo. Hasta aquí, a mucha gente le parecerá bien, incluso apoyaría que la aportación fuera mayor. Por supuesto, habría que ver qué parte de esta cantidad repercute realmente en la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de los países más pobres, y no en cuentas suizas de los tiranos que los sojuzgan, o sencillamente en salarios y gastos administrativos de las instituciones y organizaciones que canalizan las ayudas.
Pero lo que me lleva sobre todo a cuestionar la utilidad de este dispendio es que la Unión Europea se gasta 6,5 veces más (unos 9,3 billones de pesetas) en ayudas a su sector agrícola, es decir, en impedir que los países pobres puedan competir con nuestros productos agrícolas y ganaderos. Nada menos que la mitad de todo el presupuesto comunitario, que se dice pronto.
La mejor ayuda al desarrollo sería, sencillamente, que la UE no se gastara esa monstruosidad en proteger a un sector que representa el 2 % de la población, y un porcentaje similar de la riqueza productiva. Y de paso, nos ayudaría a los europeos, que dispondríamos de esa cantidad de dinero para hacer de ella lo que decidiéramos libremente, en lugar de entregársela a la nomenklatura de Bruselas para que decida por nosotros. Posiblemente, entre otras cosas se podría invertir más en agricultura, para competir limpiamente con los campesinos pobres del Sur. Todos ganarían, menos los funcionarios, el lobby agrícola y los cabecillas de las asociaciones que tanto gustan de quemar neumáticos en las carreteras (¿dónde está Greenpeace cuando sucede?) para defender sus privilegios.