Según un estudio de Deloitte, la televisión pública nos cuesta al año un cuarto de billón de pesetas (1.500 millones de euros). Las televisiones privadas, quejándose con razón de competencia desleal, reclaman que la televisión pública carezca de publicidad. A mí eso me parece insuficiente. Yo reclamo que no haya televisión pública.
La vicepresidenta del gobierno defiende la existencia de una "televisión pública fuerte". Es normal, los socialistas por definición son partidarios de un sector público fuerte. Es decir, creen que los políticos y funcionarios gastarán más sabiamente el dinero de los ciudadanos que estos mismos.
Porque me pregunto: ¿qué servicio tan esencial prestan las televisiones públicas mejor que las privadas? Aparte, claro está, de la propaganda gubernamental y la "construcción nacional" en los canales autonómicos catalanes y vascos. En realidad, los canales públicos compiten en zafiedad y embrutecimiento de la población con los privados, y con frecuencia les ganan.
Hay quien dice que sería deseable una televisión pública de calidad, sin anuncios y con contenidos culturales y formativos. Yo soy partidario de que quien quiera una televisión de calidad, que la pague (no hay nada gratis) pero que no obligue a los demás a hacerlo. Es mucho más elitista el concepto de televisión pública de calidad que proponen tantos que permitir -por el contrario- que cada cual pueda elegir entre fútbol o conciertos de música clásica (o ambas cosas). Pero claro, qué cosas digo, elegir. ¡Exigir a los políticos que dejen de intervenir Por Nuestro Propio Bien! Seré pasto de las llamas del Infierno, lo sé.